En la Catedral-Magistral encontramos un personaje muy venerado en Alcalá, santo de los cientos que alumbró «la ciudad de Dios» en que la convirtieron los más de sesenta colegios y conventos que se instalaron en «la ciudad del saber» fundada por el Cardenal Cisneros, se trata de San Diego de Alcalá salido del mismo convento de donde proceden más de cien santos franciscanos, el de Santa María de Jesús, desaparecido en el s. XIX.
Protagonizó, antes y después de su muerte ocurrida en 1463 en el citado convento, numerosos milagros/hechos inexplicables. Su fama de milagrero y profetizar el lugar y la fecha de su propia muerte rodeó ésta de un aura de santidad acentuada por el hecho de que su cuerpo permaneciera incorrupto a pesar de que fue sepultado en tierra.
Era el sábado 12 de noviembre de 1463, colocado su féretro en la capilla conventual comenzó a peregrinar la gente de Alcalá para besar sus pies y lograr quizá una reliquia. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio común del convento franciscano y exhumado de nuevo a los tres días.
Se cuenta que ante la pena que sentían sus hermanos franciscanos al tercer día de su muerte uno de ellos comenzó a cavar en el lugar de su sepultura y llegando a golpear en la mano del santo se produjo un pequeño terremoto, a continuación, se desenterró por completo advirtiendo que estaba en perfecto estado y apto para la veneración de los fieles durante seis meses más.
Lo que quedó de su cuerpo momificado se conserva en la actualidad en una de las capillas laterales de la Catedral-Magistral de Alcalá, donde es públicamente mostrado cada 13 de noviembre.
Son los milagros que se le atribuyeron tras su muerte los que le hacen merecedor de un lugar en este itinerario ya que están relacionados con la incorrupción de su cuerpo.
Los reyes españoles fueron grandes demandantes de sus milagros siendo Enrique IV de Castilla el primero que peregrinó a Alcalá buscando un remedio para su brazo paralizado. Obrado el milagro, volvió a repetirse otro con su hija enferma, la infanta doña Juana.
También cardenales, nobles, cargos administrativos y el pueblo llano buscaron sus milagros, pero el que le valió la canonización fue el concedido a Felipe II en 1562, un siglo después de la muerte del santo. Cuando acudiendo a Alcalá a recibir lecciones el príncipe Carlos, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, hijo, hermano y sobrino respectivamente de Felipe II, entre juegos el príncipe cayó por una escalera del Palacio Arzobispal golpeándose la cabeza.
Como los médicos no encontraban remedio, ordenó Felipe II que trajeran a la cámara del príncipe enfermo el cuerpo incorrupto de fray Diego y tras orar por el príncipe. A la mañana siguiente éste despertó mejorado y diciendo que se le había aparecido Fray Diego con una cruz verde en la mano. Agradecido, el rey mandó venerar sus restos en la misma urna de plata que hasta hoy los conserva en la citada capilla.
En la Catedral, en el Museo Diocesano, se encuentra también el citado sepulcro del arzobispo alquimista Alonso Carrillo.
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